el mensaje
En el relato de esta semana teníamos que practicar dos tipos de tiempos narrativos: el tiempo singular (lo que ocurre en un momento determinado, fijo y conciso, solo esa vez) y el tiempo circular (algo que ocurre varias veces en el pasado de un modo reiterativo, se expande temporalmente y da cuerpo a la historia). Aquí va el mío:
Cuando Paula llegó del recreo, yo ya estaba sentado en mi mesa, esperando. Creo que fue la primera vez en todo el curso que entraba antes que ella. Desde la última fila fui viendo cómo se acercaba lentamente a su mesa, que estaba esa semana en la segunda fila. Cada semana rotábamos todos en clase porque los padres se quejaban de que si sus hijos estaban atrás, no veían bien la pizarra. Bueno, rotaban todos menos yo. Yo siempre estaba en la última fila porque Araceli, mi tutora y profe de inglés, era idiota, así de claro. Por eso y porque mi madre nunca vino al instituto a hablar con ella, la verdad. El caso es que, aunque Paula sí rotaba, yo nunca coincidí con ella porque ella estaba junto a las ventanas y yo, junto a la pared, al fondo de la clase. Aunque nunca me había atrevido a decirle nada, yo llevaba loco por Paula tres años, desde que nos conocimos en sexto de Primaria, cuando llegué a Alcorcón. Mi madre decía que yo era medio tonto por haber repetido curso y creo que por eso siempre pensó que yo no sabía lo que era una orden de alejamiento, así que su versión oficial de por qué nos vinimos ella y yo a Alcorcón era que aquí había más calidad de vida que en Madrid. Realmente, lo único bueno que tenía Alcorcón era a Paula Abengózar, y aunque sus padres estuviesen obsesionados con sus notas y no le dejasen juntarse con gente como yo (los repetidores éramos el terror de muchos padres), Paula me había devuelto la pelota de fútbol en el recreo el curso anterior y me saludó hace poco en la puerta del Burger King. Eso seguro que quería decir algo. Aquel día, Paula estaba espectacular. Llevaba unos vaqueros cortos, la camiseta azul con dos gatos dibujados y una diadema a juego. Se había quitado los brackets el día anterior y ya se atrevía a enseñar sus dientes perfectos al sonreír. Si antes tenía una sonrisa impresionante, desde ese momento era impresionante al cuadrado. Puede que ese fuera el motivo por el que ese día no aguanté: tenía que arriesgarme y preguntárselo. Entré el primero en clase y cogí el rotulador rojo de Adrián. Fui directo al sitio de Paula y escribí en su mesa que si quería salir conmigo, así, sin más. Incluso puse “quieres” con cu. No firmé como Raúl sino que dibujé rápido la firma que uso en los graffitis. Ella sabría que era yo porque los sábados por la tarde solía pasar con sus amigas de la urbanización al lado de los muros del Cercanías en los que siempre estamos pintando Adrián y yo. Cuando Paula estaba llegando a la mesa, me empezó a doler muchísimo el estómago. Yo estaba sentado, disimulando con los brazos y la cabeza apoyados en la mesa y moviendo la pierna derecha sin parar. Paula se sentó en su silla, sacó el libro de inglés y, cuando lo iba a poner sobre la mesa, vio mi mensaje. Desde atrás, vi cómo abría la boca y, sobre todo, los ojos, arqueando las cejas. Se quedó paralizada unos segundos hasta que se giró hacia Inés, a su derecha. Todavía con la boca abierta, le señaló la mesa con la mirada. Inés se llevó una mano a la boca para intentar aguantar la risa mientras se giraba para mirarme. Me miró Inés, sí, pero no Paula; Paula seguía inmóvil, mirando la mesa con la boca abierta. En ese momento, entró Araceli, la de inglés. Yo odiaba a Araceli con todas mis fuerzas, era estúpida pero cuando hablaba en inglés parecía más estúpida aún. Además, siempre me pillaba cuando estaba dibujando en su clase, aunque disimulara dibujando en mitad de un ejercicio. Ese día no iba a ser menos y al momento vio el delito en la mesa de Paula. Con esa voz de hiena que tenía, empezó a gritar como grita siempre, preguntando enloquecida quién había pintado la mesa, que saliera o toda la clase se quedaría castigada. Casi todos sabían que había sido yo con solo mirar la firma. Además, seguro que la tonta de Inés se chivaría. Levanté la mano y, como cabía esperar, Araceli gritó lo habitual: que si me parecía normal, que ya podía escribir algo en los exámenes que dejaba en blanco en lugar de en la mesa, que iba a llamar a mi madre, que si la educación, que si hacía eso en las mesas de mi casa y todas las tonterías que llevaba diciéndome todo el curso. Cuando decidí dejar el mensaje en la mesa de Paula, nunca pensé que Araceli pudiera estropearlo de esa forma, pero al ir a por la bayeta pensé que, sin quererlo, podría estar haciéndome un favor. Paula tendría que decirme algo mientras, a medio metro de ella, limpiaba su mesa. Tendría que mirarme al menos, yo ya interpretaría lo que me quisiera decir. Me acerqué despacio con la bayeta en la mano y comencé a limpiar en círculos la mesa, mirando a Paula todo el rato. Pasé la bayeta mil veces esperando a que levantara la cara, que mantenía bajada, mirándose las rodillas sin mover un solo músculo. Ya no quedaba nada más que limpiar pero yo seguí frotando hasta que Araceli me gritó que para hacer tonterías, me fuera a hacerlas a jefatura. Me cerró la puerta en la cara justo cuando Paula empezaba a mirarme, sonriendo, sin brackets, de oreja a oreja. |2012-06-03 | 18:53 | escritura | Este post | | Tweet
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