...y ya no estaba. No estaba su ropa ni su cepillo de dientes. No estaban sus gafas, ni sus llaves, ni siquiera su modo de abrir un poco la persiana por la mañana. Fue a buscar la caja de cereales y el pan de molde que tanto le gustaban pero nada, ni rastro. Lo peor fue cuando buscó sus fotos, al menos las que tenían juntos, y no aparecía. En la de los Pirineos salía él abrazando a una columna de aire y en la de la playa del verano pasado se veía sólo cómo el mar se levantaba salpicando por un sitio concreto y le mojaba a él.
Se volvió a la cama y se quedó quieto, casi sin respirar, ocupando sólo su mitad izquierda.
Salvo por pequeños indicios, no lo habían notado hasta que sucedió. Un día ella se asustó de sus caricias porque no lo había visto entrar; tiempo después él quedó preguntándose cómo pudo llegar ella desde la cocina al baño si no la había visto pasar.
Lo cierto es que poco a poco se fueron volviendo transparentes. Primero sus cuerpos se desmaterializaron y pronto dejaron de hacer el amor porque ninguno sentía al otro. Era como si estuviesen haciéndolo solos, cada uno por su lado.
Pero el final llegó el día que quisieron abrazarse. Él sintió en sus brazos una o dos costillas de ella y ella la sensación de una cintura. Al mirarse a los ojos, sin embargo, ya no pudieron volver a verse.
Recorriendo la historia de su vida descubrió que ella nunca estuvo allí, que él había soñado a su pareja perfecta poniéndola en el cuerpo de alguien que pasó un día frente a su puerta. Descubrió que no era trascendente aquella desaparición física, sino aprender a vivir sin la ilusión de que ella existiese de verdad